jueves, 15 de julio de 2010

Paisaje y memoria





Paisaje y memoria
Roberto Rodríguez
Galería El Sótano, Universidad Iberoamericana / Ciudad de México
Del 12 de agosto al 12 de septiembre de 2010
Horario: De lunes a viernes de 10:00 a 20:00 horas
La Galería El sótano está ubicada en el edificio S de la Universidad Iberoamericana, en Prolongación Paseo de la Reforma 880, Lomas de Santa Fe, C.P. 01219, Distrito Federal.

La Universidad Iberoamericana, a través de la Galería El Sótano, presenta la exposición paisaje y memoria, esculturas de Roberto Rodríguez, muestra que se abrirá al público el día 12 de agosto a las 13:00 horas, y permanecerá hasta el 12 de septiembre. Esta exposición reúne 79 obras sobre madera y cerámica realizadas por el artista entre 2009 y 2010. Se trata de una selección de cinco series que hacen del paisaje y la memoria los protagonistas principales.
Roberto Rodríguez (Misantla, Veracruz, México, 1959), es un escultor que trabaja con formas referentes a materias terrestres: montañas, árboles, plantas y semillas. Realizó estudios de escultura en la Universidad Veracruzana, donde actualmente es investigador. Su trabajo suele ser en madera con técnicas mixtas y desde hace algunos años incursiona en la cerámica. El suyo es un trabajo peculiar: la reflexión sobre el lugar vivido, experimentado, íntimo, permite que la arquitectura y la escultura se conviertan en paisaje. En sus esculturas, el espacio de exposición, no se concibe como una condición abstracta e inmutable, sino como resultado específico del proceso configurativo de la obra. Sin reproducir la naturaleza, sus piezas encierran la emoción que ésta produce, y son expresión y reflexión de su memoria.
Las obras aquí presentadas muestran, en una amplia variedad de formatos y materiales, el carácter íntimo, privado, evocador del paisaje. Rodríguez nos ofrece una aproximación a sus vivencias de la infancia relacionadas con la vida en el campo. Sus esculturas, pintadas con trazos espontáneos y con colores de una peculiar paleta, configuran un interesante repertorio de imágenes y son ejemplos de una voluntad que sueña y que soñando le da porvenir a su acción. El artista refleja la constante búsqueda por el tratamiento de las superficies, este peculiar tratamiento, característico en toda su obra, responde a su interés por evidenciar el paso del tiempo.
La visión de paisaje y memoria en Rodríguez ha sido permanente. En un momento inicial, a principios de los años noventa, ya se observa en su obra un acercamiento a lo orgánico y a la abstracción, en aquel entonces el artista investigaba imágenes tridimensionales (esculturas) que pudieran expresar de forma simbólica el proceso de fertilidad de las plantas. Posteriormente, aparecen materiales de carácter orgánico, como madera, piel, huesos y fibras, elementos que dan paso a texturas, ornamentos y pátinas. A comienzos del siglo XXI su obra se hace más sintética. Casas, surcos, senderos, caminos y montañas acaban condensados en trazos, líneas, tramas y signos. Delimitaciones y cierres, también han sido constantes en su trabajo, utilizados como recurso formal para enfatizar el espacio mediante su presentación, le confieren una dimensión significativa.
En esta exposición, Rodríguez evoca una suerte de paisaje inspirado en su entorno geográfico e histórico. El artista trabaja con materiales que dan apariencia textural, al mismo tiempo que utiliza la acuarela para crear un juego muy sutil con efectos de transparencia. En las series aquí presentadas, material, espacio y técnica se convierten en recursos válidos para crear propuestas visuales, donde coexisten elementos tomados de la tradición con otros aportados por el arte contemporáneo occidental. Para Rodríguez la aceptación de la validez de lo propio y lo ajeno, en una época en la que algunas cosas cambian y otras se conservan, refuerza la idea de "mixtura" no siempre previsible y armónica, que es el resultado de la mezcla de viejas y nuevas prácticas artísticas. Esta idea de mixtura, presente en la mayoría de sus propuestas, ayuda a crear una autoconciencia donde nociones como identidad, alteridad, diferencia y singularidad se convierten en un modo de reinventar la escultura. La mirada de este artista, reformula la noción de paisaje y memoria, reconociendo el carácter de la experiencia artística mediante un lenguaje visual pleno de significados y lecturas sugerentes.
La obra de Rodríguez, depurada y profunda, se encuentra al margen de corrientes, tendencias o movimientos artísticos, condición que le ha colocado en una posición distanciada de las propuestas centralistas y homogéneas. Su búsqueda continua de un lenguaje escultórico personal y su interés por el sentido ritual de sus propuestas han contribuido al reconocimiento de su obra, que se sitúa entre las más destacadas del panorama escultórico nacional.
Manuel Velazquez
Julio de 2010, Xalapa Ver.

martes, 1 de junio de 2010

Paisaje y memoria: conceptos fundamentales del lenguaje escultórico de Roberto Rodríguez, Xalapa, Veracruz, 1992-2009

Paisaje y memoria: conceptos fundamentales del lenguaje escultórico de Roberto Rodríguez, Xalapa, Veracruz, 1992-2009

Roberto Rodríguez (México, 1959), inició su investigación artística sobre paisaje y memoria en 1992, cuando realizó entre otras, la escultura La cosecha (1992) (fig. 1). El artista recién egresaba de la Universidad Veracruzana, en Xalapa, Veracruz, México; pero las bases de su estilo o si se prefiere, de su poética, ya estaban allí. Esta pieza, realizada en madera tallada y ensamblada, enunciaba formas vegetales en contraste con un marco rígidamente geométrico. La cosecha posibilitó al artista nuevas formas de relacionar su obra con el espacio. A partir del ensamblaje, Rodríguez señalaba la importancia del espacio en el interior de la pieza. Delimitándolo mediante líneas solidas, introdujo al espacio en la escultura y lo transformó en un elemento más. El artista buscaba liberar a su obra del bloque cerrado y denso, orientándola hacia una creación espacial que no consiste en un conglomerado de pesadas masas constructivas, ni en la formación de cuerpos vacíos, sino en un entrelazamiento de las partes con el espacio, pues la estructura de esta pieza es el nexo entre el espacio y los materiales de construcción.
Rodríguez organizó esta obra geometrizándola, dotándola de cualidades visuales y táctiles, en una capacidad de metamorfosis entre abstracción y formas vegetales. La cosecha está trabajada a través de un sistema de producción manual, de tipo artesanal, de tal manera que permite expresar su carácter matérico, revalorando la aparente sencillez de los materiales. El artista proporcionó a esta pieza un cierto sentido ornamental, explorando las características formales y texturales de la madera, mientras también nos hablaba de la sensualidad de las formas y su aprecio por los materiales de carácter orgánico, como madera, piel, huesos y fibras.
A la par con esta preocupación por el espacio y los materiales, el artista buscaba constituir de forma simbólica una parcela; investigaba imágenes tridimensionales (esculturas) que pudieran expresar sus vivencias de la infancia relacionadas con la vida en el campo. A partir de La cosecha, Rodríguez iniciaría un periplo creativo, que constituye un viaje de ida a los orígenes y de vuelta a la contemporaneidad, en un ir y venir entre los dos polos descritos por Wilhelm Worringer: “la proyección sentimental y la abstracción”. El diálogo entre estas dos nociones, asumiría en su obra mixturas y desplazamientos formales entre la tradición cultural propia con los conceptos y lenguajes contemporáneos; mediante combinaciones plásticas que posibilitan la convivencia de lo orgánico y la abstracción.
Este gesto entre abstracción y formas orgánicas, también se encuentra en relación con la escultura Seducción (1993) (fig. 2). La forma recta de esta pieza, obedece al principio de “abstracción”, mientras los brotes que emergen de ella revelan “la voluntad orgánica” expresada por Worringer . También, se puede observar allí, una actitud tendiente a la sensualidad y a la complacencia de los sentidos, con un guiño hacia lo erótico. Esta escultura bien podría interpretarse como un objeto andrógino, en tanto que contiene formas relacionadas con lo masculino y lo femenino. Esta ambigüedad resulta de la estructura erecta de la pieza, que puede interpretarse como un elemento fálico, mientras las concavidades de las pequeñas piezas que brotan (con un cuerpo muy redondeado y un apéndice cercano a una flor), parecen representar el elemento femenino. En este diálogo de formas la escultura asume en sí misma rasgos de ambos sexos. La forma erótica participa en la aspiración del artista por representar la atracción que exhiben las plantas para ser fecundadas.
Este tanteo artístico de Rodríguez con los materiales, la forma y el espacio le permitió un primer encuentro con dos de sus receptáculos conceptuales: paisaje y memoria. Estas dos nociones consienten leer su obra en dos direcciones: como paisajes que fundan memorias y que generan obras o memorias que dan sentido a la escultura mediante el paisaje. Para mí, el paisaje se construye en la obra de Rodríguez a partir de la memoria, en la medida en que “el paisaje” no es una mera posición geográfica, sino significación construida a lo largo del tiempo. Rodríguez no busca reproducir paisajes específicos, existentes, busca más bien crear esculturas que permitan evocarlos. Después de todo, la memoria no trata de recuperar el pasado, en todo caso, se aspira a convocarlo desde el presente, desde “el lugar” que ocupa aquel que se da la tarea de invocarlo. Esto implica que cada una de sus esculturas es portadora de un significado que expresa la relación con su entorno geográfico e histórico.
Observar las esculturas La cosecha y Seducción, revivió mi interés por reflexionar sobre la relación de paisaje y memoria en la obra de Rodríguez, relacionándola con la escultura latinoamericana de las últimas dos décadas. Mientras su comprensión del arte, así como su actitud hacia la construcción de nuevos imaginarios, fuera de la gran corriente “homogeneizadora” del mainstream occidental, me hizo pensar en el problema de las particularidades artísticas regionales y la manera de cómo los artistas las enfrentan. Esto generó en mí las siguientes interrogantes:
¿Cómo y desde donde descifrar la obra de este artista? ¿Cómo relacionarla con la obra de otros artistas latinoamericanos? ¿Cómo teorizar sobre lo local en una era de discursos globalizadores? En los hechos, ¿qué papel juegan paisaje y memoria en la conformación de imaginarios dentro de la obra de Rodríguez? Y, ¿cómo estos temas se articulan en la escultura latinoamericana de las dos últimas décadas?
Este ensayo es producto de estas reflexiones. En un sentido amplio, es un esfuerzo por comprender la escultura de Rodríguez, dentro de los discursos artísticos que no atienden solamente a lo que pasa en los centros. En un sentido particular, mi intención es tejer redes discursivas o representacionales entre las imágenes escultóricas de Rodríguez con la obra de otros artistas del continente. Al describir esto, estoy particularmente interesado en investigar el papel que ha jugado paisaje y memoria, en la estructuración de los proyectos estéticos del uruguayo Rimer Cardillo (1944), la argentina Graciela Olio (1959) y la mexicana Mariana Velázquez (1955). Se trata de artistas diferentes, sin duda, pero unidos en su interés por reconocer un entorno y caracterizarlo. Para estos artistas el tema de paisaje y memoria ha sido y es una preocupación constante, situación en la que actualmente pesa no sólo la heterogeneidad de puntos de vista, sino los propios conflictos y oposiciones que esto genera.
En la medida que esta lista de artistas es limitada en función de la extensión del presente ensayo, no trato de escribir una historia de la representación de paisaje y memoria en el continente, ni compilar un inventario de motivos y obras de los artistas aquí mencionados. Mi propósito es centrarme en la obra de Rodríguez y relacionarla con estos autores, que de una u otra manera, mantienen una conexión con los no-centros y han tenido afinidad con mi propio trabajo creativo (en pintura y escultura). Los he seguido en sus obras, en sus textos y entrevistas; me han interesado por haber forjado un corpus escultórico, cuyo grado de significación no ha sido aquilatado en toda su importancia. Planteo en consideración, la variedad de imágenes que este tema ha generado en Rodríguez, y en forma oblicua, cómo los discursos estéticos de Cardillo, Olio y Velázquez enriquecen las propuestas artísticas de los no-centros.
En este sentido ¿Qué pasa con la obra contemporánea producida en provincia con respecto a la que se hace en el centro? ¿Qué pasa con la obra producida en Latinoamérica con la que puede prestigiarse en sedes como Nueva York, París, Londres y Berlín? ¿Cuál es la relación de esto con la producción, distribución y consumo de la obra de Rodríguez, Cardillo, Olio y Velázquez?
Estos artistas, al margen de su calidad o significación en un mundo que privilegia lo globalizado sobre lo regional, han tomado la decisión consciente de relacionar su obra con problemáticas locales; de esta manera, están marcando pautas con las que la vida cultural debe lidiar, ya sea para reafirmarlas o negarlas. Esto supone para mí, reconocer que la globalización, no debería implicar necesariamente la renuncia a las diferencias, sino la aceptación de esas diferencias en un espacio de reconocimiento de los “artistas otros”, donde se permita que reivindiquen su singularidad, carácter múltiple, capacidad transgresora y alteridad. Todo esto se contrapone a la idea de una globalización homogenizante, que propone que en todo el mundo se está haciendo el mismo tipo de arte, en el cual no se siente justamente la diferencia y la identidad. Por el contrario, se asiste a un modelo vago de repetición, donde no se trata de traer la presencia de lo “otro” sino más bien de la reiteración de lo mismo. Este ensayo trata de mostrar la riqueza que se encuentra en la disonancia de otras voces cuya existencia, heterogénea y compleja, matiza ricamente la uniformidad del mundo cultural centralizado.
Con estas premisas, asumo “el desde aquí” propuesto por Gerardo Mosquera; un modelo que alude de modo crítico, a cómo los artistas latinoamericanos están haciendo activamente una metacultura, en primera instancia, sin complejos, desde sus propios imaginarios y perspectivas. Para Mosquera, la diferencia se expresa a través de modos específicos de crear dentro de códigos y prácticas plurales, es decir, a través de prácticas artísticas que construyen lo global desde posiciones de diferencia, subrayando la necesidad en la arena internacional de nuevos sujetos culturales procedentes de todo el mundo, con posibilidades de legitimación y sin reducirlos a campos predeterminados (ghettos de producción, distribución y consumo).
Esta idea de Mosquera, se sustenta en la siguiente afirmación:
En general, la obra de muchos artistas hoy, más que nombrar, describir, analizar, expresar o construir lo latinoamericano, es hecha desde sus referencias personales, históricas, culturales y sociales. Lo latinoamericano deja así de ser un espacio “cerrado”, relacionado con una significación reductora de lo local, para proyectarse como un espacio desde donde se construye la cultura a secas.
“El desde aquí” de Mosquera me sirve como base para construir la idea de un estudio a partir del lugar donde se realiza la obra; esta idea de “lugar” involucra una posición personal, histórica, cultural y social; se proyecta como un espacio con identidad y por ende, relacionado con la propuesta de lugar discutida por José Juan Barba González. Para este autor, “el lugar se genera cuando se produce una relación entre uno o más individuos y una porción del espacio o en una porción del espacio”. Esta relación permite recuperar la noción de arraigo y supone una dimensión temporal. El lugar se inscribe en la duración; es memoria y por tanto configuración identitaria, el lugar así considerado, es más que un punto, un nombre o una localización: tiene significación, tiene una identidad.
Esta noción de lugar-identidad está presente en las esculturas de Rodríguez, Cardillo, Olio y Velázquez. Junto a esto viene una asimilación del entorno (lo que rodea a estos creadores casi siempre habita su trabajo), ya sea para reproducirlo, evocarlo, negarlo, analizarlo o interpretarlo. El espacio natural, social, político, estético y ético incide indudablemente en mucho de lo que estos creadores dicen en y desde su obra. Negándole o afirmándole, usándole o denostándole, el entorno está en la mirada y en el espíritu expresivo de estos artistas. Sin embargo, su obra además de ser comprensible para consumo y gusto local, da cuerpo a una visión más amplia para la comprensión de otras realidades. Su experiencia del arte, en un diálogo mutuo, enriquece la experiencia de otros artistas fuera del ámbito local, así como también sus propuestas se ven enriquecidas por la de otros artistas. En este intercambio, reconocer la diferencia se vuelve un concepto básico para afirmar una identidad.
Sin embargo, tengo que señalar aquí que para estos artistas, la identidad tiene un carácter relativo, dinámico y fluido, se trata, más de identidades que de identidad. La identidad no es para ellos una esencia inmóvil, ni el resultado de una lógica maniquea, sino los nudos vivos de crecientes ramificaciones, donde subjetividades diversas tienen fuerza y pertinencia, lo que no es casual, cuando los medios de comunicación y el internet cubren el planeta, dejando obsoletos los límites territoriales de las antiguas soberanías nacionales.
En este sentido, nuestra “identidad” o nuestra compleja condición cultural de acuerdo a Cecilia Fajardo-Hill, “está conformada por un proceso dialógico lleno de contradicciones acerca de nuestra condición colonial, neocolonial y de reinscripción histórica”. Las esculturas de Rodríguez, Cardillo, Olio y Velázquez abordan de forma compleja y sutil las implicaciones de la interrelación cultural e intelectual siempre cambiante entre los países de occidente y América Latina, más allá de las limitaciones del multiculturalismo y de la falsa relativización de lo internacional.
Dentro del arte de Rodríguez, Cardillo, Olio y Velázquez; el paisaje (este género tan imbricado en la tradición occidental), se revela de nuevo como uno de los campos de investigación más fértiles. En el caso de Rodríguez, el argumento de paisaje y memoria es un crucigrama que me permite una lectura multidireccional de sus esculturas. El autor realizó la escultura Tierra abierta (1996) (fig. 3), en Québec, Canadá, investigando sobre la flora y los materiales de la región. Rodríguez construyó Tierra abierta a partir de la memoria, pero en diálogo con “el lugar”. Para él, el paisaje es producto de la reflexión, pero también una respuesta a los sentidos; está tan ligado a sus propuestas conceptuales como a espacios exteriores o físicos. Rodríguez construyó esta obra en una colina; su intención era aprovechar no sólo la mirada de abajo hacia arriba, que permite a la pieza alcanzar una proporción monumental, sino también utilizar los vientos que otorgan movimiento a las pequeñas piezas que cuelgan. Tanto el emplazamiento de la escultura en el terreno como el efecto de movimiento, provocan en el espectador recorridos físicos y visuales, que le permiten interiorizar los conceptos de tiempo y de lugar presentes en los discursos de este artista (fig. 4).
Es conveniente para mí, explicar aquí dos ideas básicas en la obra de Rodríguez: la primera concierne al concepto de paisaje, la otra a la manera de cómo éste se “construye” en su arte. Para Rodríguez, el paisaje es un constructo, una elaboración mental a partir de “lo que ve, recuerda y siente”. El paisaje para él, no es simplemente un objeto ni un conjunto de objetos configurados por la naturaleza o transformados por la acción humana, tampoco es “la naturaleza”. El paisaje, para este artista, es el medio físico que lo rodea o sobre el cual se sitúa y que le permite una conexión, para interpretar en términos estructurales y estéticos sus creencias, conocimientos y deseos, concediendo al paisaje una posición de entidad anímica y emocional.
En esta línea es interesante unir la noción de paisaje con la de “lugar”, como lo propone la reflexión de José Juan Barba:
Aunque la idea de Paisaje es una idea desarrollada en la cultura occidental desde el mundo clásico, que ha ido mutando y cambiando a lo largo de la historia, su unión al concepto de lugar es mucho más reciente. (...) El lugar-paisaje y el hombre se funden mutuamente; el lugar participa de la identidad de quienes están en él o con él, es decir, se considera el paisaje no sólo como generador de identidad sino como receptor de la identidad que son capaces de generar los que con él se relacionan. El paisaje deja de ser un escenario contemplado por el hombre para pasar a ser un elemento en relación con él.
Para Barba, el paisaje es entendido como el lugar donde es más estrecha la relación individuo-espacio. Esto le permite definir el paisaje según la pertenencia espacial del individuo que interactúa con él. Esta relación establece una metáfora de vinculación y de arraigo con el territorio o lugar, donde, cada uno se define, y define su entorno, especialmente según su pertenencia espacial; son los individuos los que le dan identidad y existencia al lugar.
Esta propuesta de Barba, me permite plantear la visión de “lugar” identificada en las esculturas de Rodríguez, como un conjunto de relaciones que ligan paisaje, identidad y memoria. Esto a la vez, abre la puerta a consideraciones que permiten la identificación de sus esculturas desde un ámbito en el que se insertan conceptos como espacio y tiempo. De esta manera, Tierra abierta se articula como una escultura donde se integra el arte con su entorno. El artista no intenta representar el paisaje sino realizarlo: la escultura nos ofrece elementos que por un lado la asemejan a los demás objetos del lugar donde se sitúa, por otro lo complementan. Esta obra establece un dialogo múltiple (formal, estético, social) con el lugar de emplazamiento; su forma reacciona visualmente a los cambios de luz y algunas piezas se mueven por las corrientes de aire. Esto supone también, una dimensión temporal, pues el lugar concede a la escultura cierta duración y por tanto es efímera. De esta manera el artista señala otras formas de relacionar el arte con el lugar; por un lado, su escultura se basa en la representación del paisaje, por otro, el paisaje es modificado por la presencia escultórica.
Rodríguez privilegia los procesos de integración y de simbiosis de su obra con el lugar, a partir de una significación más amplia de la que se refiere estrictamente a cuestiones de soportes y materiales, incorporando la morfología del terreno a su discurso creativo, evoca formas simbólicas prehistóricas con la voluntad de establecer una asociación entre la civilización tecnológica del presente y la mágica del pasado, es decir, con su escultura el artista llama la atención sobre el pasado para la transformación del presente. De allí la apelación a lo ritual (esta palabra se utiliza de una manera amplia, como un vínculo entre el individuo, el colectivo y lo trascendental), ya que intenta llamar la atención sobre lo que significan las raíces primigenias. Para este objetivo, Rodríguez parte de una alusión metafórica a lo tribal, a aspectos míticos y rituales del paisaje. Remite de manera diversa a los aportes artísticos de los indígenas que poblaron estas tierras. En Tierra abierta, Rodríguez no sólo reflexiona sobre el lugar, sino sobre su propio pasado.
Para Rodríguez, Tierra abierta no sólo está ligada al lugar donde se sitúa, sino también a sus orígenes, cuando en su tierra natal recorría los alrededores. De acuerdo a Graciela Kartofel, algunas de sus obras se asocian a aquellas otras que se hicieron en épocas anteriores (en muchas de las esculturas de Rodríguez se pueden reconocer reminiscencias de la sencillez elemental de los monumentos del paleolítico, así como de las culturas mesoamericanas y africanas). Este parecido resulta del acercamiento consciente e intencionado a la naturaleza. Para Kartofel, el artista realiza esculturas no tradicionales en las que articula pares de opuestos como propio-heredado, pasado-presente, antiguo-moderno, artístico-artesanal. El puente entre estos opuestos lo organiza el paisaje y la memoria.
Abordar el paisaje vinculándolo con lo ritual, ha permitido a Rodríguez crear una instalación que se integre al paisaje y que va más allá de una atracción puramente estética: Tierra abierta es una imagen que conduce hacia los orígenes, como una forma de encontrar raíces que ayuden a precisar su noción de identidad. De esta manera, la antigua espiritualidad mesoamericana relacionada con la fertilidad y el paisaje, encuentra ecos más contemporáneos en este artista.
En el aspecto visual, Tierra abierta presenta formas en un conjunto fusionado, no diseminadas; todo aparece como visto a través de una sola dirección. Rodríguez organiza con cuidada atención esta pieza, de tal modo que su estructura parece ligera y frágil (como se puede observar en la fig. 4), algunas partes aparecen iluminadas y otras oscurecidas produciendo un todo organizado. Así, el uso de la línea curva y la asimetría sintetizan la búsqueda de un discurso estético integrado al paisaje. Los contornos se pierden en el horizonte y las rápidas curvas unen las formas separadas en vez de aislarlas entre sí. La escultura no se distingue del entorno, es parte de él. Aunque la fotografía es un documento que nos acerca a la obra, hay que señalar que una obra como ésta requiere la propia experiencia en el lugar: Tierra abierta posibilita un intercambio físico y emocional entre obra y espectador; sólo a través de la contemplación física, en el lugar, es posible crear una distancia, un tiempo capaz de activar la memoria individual y redefinir la mirada, reafirmando el valor de la vivencia, exigida en algunas propuestas similares como en el land art.
Integrar paisaje y memoria por la vía de la reflexión, son planteamientos que acompañan no sólo a Roberto Rodríguez, sino también a Rimer Cardillo, Graciela Olio y Mariana Velázquez. Las propuestas de estos artistas recuperan paisajes de la memoria y los convierten en lugares interiores. Cardillo, Olio, Velázquez y Rodríguez exploran memoria y paisaje problematizándolos, volviendo a pensar ciertos supuestos, reformulando códigos y usando la heterogeneidad como una estrategia recurrente. El tema de memoria y paisaje tiene importancia para ellos en la diversidad, en el reconocimiento de la diferencia y la pluralidad de sentidos de pertenencia. La escultura permite a estos artistas hablar de la memoria como un acontecimiento íntimo, pero también de desplazamientos: de indagación en lo público y lo privado, de recuperación de lo propio, de pérdida de valores, de desarraigo y de nostalgia por la naturaleza.
La transformación epistemológica de la noción de paisaje, en los discursos de Cardillo, Olio, Velázquez y Rodríguez, se presenta como una metáfora de regreso a lo primario, construida desde su propia individualidad. Estos artistas trabajan a partir de posiciones críticas y problematizadoras; desde conflictos ramificados, provisionales y ambiguos, sin una idealización romántica acerca de la historia y los valores de la región. Insisten en la mirada al paisaje y memoria a partir de la construcción de nuevos imaginarios, de la necesidad de señalar que hay tradiciones que están vivas, lo que no les impide apropiarse de algunos elementos que aporta el arte contemporáneo internacional y deshacerse de oposiciones binarias simples (centro-periferia, global-local). La forma que utilizan para hacerlo pone de manifiesto la multiculturalidad de la región. Ya que no se trata de meras nostalgias, sino de reflexionar, a partir de la distancia crítica, sobre memoria y paisaje. De allí se desprende su actitud abiertamente ecléctica para apropiarse de diversos materiales, sentidos o formas, teniendo versatilidad, para pedir prestado o reciclar referentes que proceden de las más diversas vertientes estéticas.
De esta manera, relacionar memoria y paisaje permite a estos artistas expresar conflictos multifocales. La obra de Rimer Cardillo, como en el caso de Rodríguez, está basada en la reactivación del paisaje como materia y soporte del arte. Ambas producciones consisten en un ritualismo que es a la vez real y simbólico: se apropian de prácticas rituales para fines artísticos. Rodríguez y Cardillo, indagan en la noción de paisaje como una vía de retorno a lo primario. En el caso de ambos, los procesos son importantes, los materiales, además de elementos constructivos, son agentes del proceso en que intervienen, para ambos, los materiales tienen carácter, son portadores de significados.
En el caso de Cardillo y Rodríguez, las características del acabado de sus piezas las coloca en un rango de tiempos paralelos (tanto la apariencia cronología, como las características formales de sus obras entran en contradic¬ción con su edad ). Por su método de trabajo, estos autores incorporan al material rastros de otro tiempo, su obra mezcla lo “primitivo” con una perspectiva contemporánea del arte: mixtura entre formas antiguas y contenidos actuales. En este sentido se entiende la predisposición de Cardillo y Rodríguez por ciertas prácticas artesanales, tales como el uso del papel hecho a mano, la integración de elementos orgánicos (el uso del barro, madera, piel, huesos y tierra), el manejo de los colores y la incorporación de la cerámica. La aproximación a la memoria para estos autores está ligada a sus propios imaginarios y perspectivas. Este carácter les permite incorporar a su discurso una variedad de experiencias culturales.
Cardillo desarrolla una serie de trabajos que incluyen terracotas, grabados, esculturas e instalaciones; este autor al igual que Rodríguez, apuesta por un tiempo circular y mítico, donde la renovación se da en la propuesta artística. Su obra representativa y sobre la cual ha desarrollado muchas variables es Cupí (2006) (fig. 5), que en lengua guaraní significa nido de hormiga. Los Cupí de Cardillo están recubiertos por terracotas, que son elaboradas a partir de moldes de animales muertos (armadillos, pájaros, tortugas, lagartos), que ha encontrado en la selva de América del Sur, en Venezuela y Uruguay y también en América del Norte, en el río Hudson. Recientemente ha utilizado moldes vaciados en cera y papel, lo que permite mucho más detalle. La obra de Cardillo es una metáfora amplia: trata la problemática de los indígenas en las selvas de América y también habla de la perturbación del ser humano en la ciudad, remite a una noción cíclica de la naturaleza, en la que vida y muerte están interconectadas.
Tanto Rodríguez como Cardillo han llamado la atención sobre las lecciones del pasado para el futuro, mediante la reflexión crítica. En esta línea, en relación a la obra de Cardillo, Lucy R. Lippard señala:
Al mismo tiempo, Cardillo es un artista para quien la tierra de la patria es significante. Habiendo dejado su tierra natal durante la extendida dictadura militar, su arte se concentra sobre el de las culturas indígenas para quienes el continente latinoamericano es, verdaderamente, el hogar. El Uruguay lo ronda, y durante muchos años sus obras de arte parecían altares a la patria perdida. No es raro que él haya encontrado un paralelo en las historias de estas culturas indígenas que de manera similar han sido exiliadas, a veces aún dentro de sus propias tierras. Como artista, él actúa como arqueólogo creativo, desenterrando, recuperando y recreando el aura más que los hechos materiales de un pasado que tiende a ser omitido de las narrativas nacionales actuales.
De esta manera para Lippard, Cardillo se adentra en el análisis de la dimensión social del recuerdo. Para el artista, memoria individual y memoria colectiva forman parte de un mismo fenómeno social, dado que la memoria colectiva y el recuerdo personal van siempre unidos a un contexto y, por tanto, a un marco social. Dicho marco referencial de memoria está conformado por la experiencia artística y por una cadena de pensamientos, ideas y obras, que el artista formula a propósito de dicha experiencia. Es en este sentido que memoria-historia-arte-paisaje se retroalimentan en la obra de Cardillo. Para Lippard, es la condición de exiliado que invita a Cardillo a recordar aquellas experiencias vividas por las culturas indígenas de América, que de manera similar han sido exiliadas. Cardillo utiliza el proceso de “recordar” para transformarlo en escultura.
Tanto en la obra de Cardillo, como en la de Rodríguez, la memoria en la que se fundamenta su escultura, nos remite siempre a un marco temporal y espacial, que tiene su concreción en un determinado lugar, dando al concepto de “lugar” la capacidad de generar identidad. Entendiendo “lugar” como algo que depende del tiempo y del movimiento, como lo propone José Juan Barba, en contraposición a su enraizamiento clásico con el terreno.
Así, esta elección de enfrentarse a paisaje y memoria lleva a Cardillo y Rodríguez a recurrir a técnicas diversas, poniendo en evidencia los materiales usados; los artistas adoptan elementos de las culturas indígenas del continente tanto en el ámbito formal como conceptual. De este modo para mí, se explica su interés por lo antiguo y las visiones de la tierra; se acercan también, en este sentido, al espíritu del arte povera que intentaba distanciarse del mundo tecnológico. Se puede valorar, en este razonamiento, su obsesión por lo primario y las múltiples combinaciones plásticas como el uso de tierra, cerámica, hilos, ramas y huesos.
La alusión a la memoria es para estos artistas, una alusión al ceremonial, a la consagración de espacios sagrados. En Rodríguez, obras como Urnas funerarias (2005) (fig. 6), pertenecen a esta intención. Aludiendo a lo ritual, buscan desafiar y cuestionar la idea de tiempo lineal. La edad de la obra y el tiempo de los materiales no parecen coincidir. La técnica utilizada añade a la lectura de la pieza datos de otra historia. La incorporación de la indeterminación temporal y su presentación, plantean un proceso de cambio en el que el material distorsiona nuestra apreciación, conviven entonces en él, tiempos reales y ficticios.
Esta distinción temporal alterada, en la escultura de Cardillo y Rodríguez, se inscribe en la propuesta de “tiempo y memoria cultural” que plantea María de los Ángeles Pereira: “que atiende a creaciones que potencian el empleo simbólico de los materiales en un quehacer artístico heterodoxo y renovado. Poéticas que en el orden formal reflejan una postura creativa”.
En el caso de estos artistas, la manera en la que se suele apelar, desde el arte a la “memoria cultural” es desde el presente hacia un pasado que se quiere preservar. En esta línea Pereira afirma al respecto:
…Nos referimos a aquellas poéticas que conceptualmente apelan a la necesaria salvaguarda de una memoria cultural acosada, lastimada y puesta en alto riesgo por los sucesivos procesos de ocupación, dominación y exterminio; poéticas que en el orden formal también reflejan una postura creativa heterodoxa y renovada con la particularidad, en este caso, de que sus artífices suelen instrumentar de manera consciente las potencialidades semánticas del material artístico al asumirlo como portador sígnico y como activo agente de afirmación identitaria.
En este sentido, estos artistas dentro del espacio personal en movimiento, en construcción, en proceso, están integrando a su vez múltiples y complejos tejidos geográficos y culturales. Cardillo y Rodríguez admiten en su obra medios y lenguajes globales desde sus propias reservas simbólicas; utilizan signos globales para nombrar significados locales. Pero también plantean problemáticas propias a partir de una variedad de miradas que asumen la capacidad de recuperar significados desde la memoria cultural.
Para Francisco Vidargas, “la obra de Rodríguez se apuntala como una propuesta en donde la sencillez de elementos, lo orgánico de sus formas y el sentido del espacio construyen el corpus de la obra”. Para este autor, algunos elementos de los ensamblajes de Rodríguez evocan una faceta de la herencia mesoamericana y africana. En sus esculturas, las formas del arte primigenio han sido integradas y reinterpretadas de tal modo que producen un espacio que tiene resonancias en la memoria cultural. El uso de grafismos y ornamentos con inspiración en distintas culturas primigenias se puede observar en la escultura Transición (2005) (fig. 7), en donde el motivo esgrafiado envuelve o se une con el objeto que decora, haciendo énfasis en la sencillez estructural. De acuerdo a Vidargas, Rodríguez pareciera seguir los caminos de una tradición tribal cuando incluye en sus trabajos elementos sencillos y comunes junto con objetos poco atendidos e ignorados (palitos, huesos, fibras, hilos), combinados con tela, madera, cerámica y materiales de diferentes orígenes.
La insistencia sobre la memoria en Cardillo y Rodríguez parece inscribirse en un clima de época. Actualmente, en una era caracterizada por las migraciones y la movilidad global, la memoria constituye un núcleo de reforzamiento identitario. En contraposición con los planteamientos sobre el "fin de la historia" o "la muerte del sujeto", la memoria (la exhortación a recordar y a ejercitar el saber), se ha colocado como debate central de horizontes culturales y políticos. En esta línea, Andreas Huyssen señala que en la actualidad convive la nostalgia por el pasado imbricada en una dinámica de desvanecimiento de la memoria. Esto es producto de la sensación de aceleración del tiempo, como efecto del impulso de los medios de comunicación de masas y del enorme flujo de imágenes e información recibida por Internet.
Las implicaciones artísticas del lugar-identidad, en conjunción con la revisión de la memoria como fuente para el futuro, no han sido ajenas a las propuestas artísticas de Mariana Velázquez. En esta autora, la apelación a la fuerza creativa concentrada en las reservas del pasado, se da en forma de recuerdo de una relación perdida entre hombre y naturaleza. Este manejo de paisaje y memoria, relaciona su obra con las esculturas de Cardillo y Rodríguez. Sin embargo, en el caso de Velázquez, la memoria es ante todo un impulso creador. La artista vuelve sobre sí misma internándose en sus propios hallazgos, examinando y descubriendo sus vivencias en un entorno geográfico e histórico determinado. Velázquez reconoce que la “realidad” está atravesada por el filtro de la experiencia personal, realiza su obra, no a partir de transcripciones miméticas, sino a partir de la interpretación del pasado, y de un paisaje que descubre reivindicando las peculiaridades de su entorno y de sus raíces culturales. Tanto Velázquez, como Rodríguez, han recreado en su casa y estudio grandes espacios de jardines, lo que les permite una relación estrecha con la naturaleza.
Así, Velázquez se dedica al trabajo de la cerámica al mismo tiempo que reflexiona sobre formas vegetales. Al igual que Rodríguez, vive en Xalapa, Veracruz, una región montañosa del sur de México, con una vegetación exuberante, que ha traído como consecuencia que muchos artistas locales trabajen el tema del paisaje o que lo asimilen en su obra. Velázquez y Rodríguez, crean esculturas con una tendencia a la estilización de las formas de tipo orgánico, con preferencia en las vegetales, que complementan las actitudes delicadas y frágiles de las mismas. El trabajo artístico de Velázquez, se caracteriza por el procedimiento meticuloso y la calidad técnica. Sus piezas presentan y transforman el espacio. La pieza Bosque de bambúes (2009) (fig. 8), establece lo que puede ser un nuevo camino en su obra: la relación intimista con la naturaleza a escala humana con implicaciones individuales. Podría decirse que este trabajo consiste en un equilibrio entre las formas vegetales y la abstracción.
Su pieza Ritmo Marino (2009) (fig. 9), semeja arrecifes y plantas acuáticas, a la par que semillas y cactus; es una obra que combina lo “orgánico” con lo planificado y la imaginación de la artista. Con sus instalaciones, Velázquez logra que los trabajos pequeños consigan desarrollar una monumentalidad arquitectónica; la artista llama nuestra atención sobre las cosas pequeñas de una manera que es a la vez lúdica y rigurosa. Para Velázquez, el problema del arte es en realidad un problema de percepción, de captar la realidad, y tras captarla, manifestarla y expresarla. La artista estudia las características de elasticidad y estabilidad de las plantas, y emplea la información recogida en sus construcciones. Usa frecuentemente estos elementos, que remiten a formas vegetales, para crear estructuras extremadamente refinadas, como si fueran reliquias de la memoria; Ritmo Marino y Bosque de bambúes, presentan piezas suaves y frágiles, que son cactus, espigas y bambúes que producen una fascinación que es difícil evitar; su obra es al mismo tiempo ordenada y orgánica.
Por otro lado, la obra de Graciela Olio propone otras maneras de pensar y de aproximarnos a paisaje y memoria; su creación artística consiste en una operación creativa de revisión de la noción de lugar-memoria-identidad. Su obra apela a la revisión de la “identidad” impuesta como relato, inevitablemente “selectivo”, del discurso oficial de la nación. De esta manera, Olio articula conceptualmente una visión crítica del pasado con una irónica regresión en términos étnicos, freudianos, sociales y políticos.
En esta línea, para Maurice Halbwachs “existe una memoria individual y social compartida en forma de recuerdo en el presente”. Sin embargo, esta memoria individual y social compartida, debe cumplir con la crítica y la autocrítica de aquellos episodios más incómodos de nuestro pasado. Prescindir de la revisión de nuestro pasado, especialmente de aquel que todavía gravita en el presente, nos condena ante la posibilidad de acabar repitiendo los mismos errores. De esta manera, la representación que nos ofrece Olio, como instrumento de análisis y de transmisión del conocimiento histórico, radica precisamente en la revisión de la historia o memoria oficial de la nación argentina de 1960 a 1980. Sin embargo, esta “revisión” no es objetiva, ni científica, al contrario, conforme a su visión individual, la artista al mismo tiempo que reconstruye el pasado en su obra, también lo “deforma”, pues escoge entre los recuerdos, apartando algunos, y retomando otros, de tal manera que las alteraciones muestran la fragilidad del fenómeno identitario causada por la memoria. Olio, como Velázquez y Rodríguez, propone revisar memoria y paisaje a partir de lo cual intenta construir nuevos imaginarios. Su obra desde la perspectiva individual, se convierte en una manera de conservar, actualizar y reinventar el paisaje. La memoria juega así, a ser fantasía, alterando los fragmentos que quedan de la realidad.
Durante los últimos años, Olio ha producido a través de sus esculturas y montajes, una serie de meditaciones sobre “lo local y lo global”. Su obra Proyecto Sur (2008) (fig. 10), una instalación de cincuenta y tres piezas de cerámica prefabricada, impresa con imágenes transferidas con procedimiento cerámico, realizada en Fuping, Shaanxi, China, fue marcada por la idea de realizar una obra que quedaría instalada en un “contexto internacional”. De allí que en contraste a su ubicación “internacional”, su proyecto muestre un fuerte arraigo regional. Esta instalación presenta algunos aspectos geográficos de América del Sur mediante un discurso visual que se manifiesta a través de imágenes transferidas a la cerámica, a partir de los cuadernillos de dibujos escolares Simulcop, utilizados en Argentina de 1960 a 1980.
En la segunda etapa de Proyecto Sur, continuación (2008) (fig.11), Olio, refleja su paso por una escuela, que de acuerdo a ella “lejos de incentivar las vivencias y la intuición formativa, proponía el simulacro apuntando a la pobreza ilustrativa del calco frío y ajeno”. Estos cuadernillos presentaban un todo simulado para hermosear una realidad engañosa, pero políticamente correcta. Las imágenes que Olio utiliza para esta obra son una serie de dibujos de mapas políticos, hidrográficos, climatológicos, de flora y fauna, de las principales ciudades y puertos, así como de los productos sudamericanos más importantes, que tratan de mostrar la representación ideal, pero falsa, del continente.
La tercera etapa de Proyecto Sur, serie home (2009-10) (fig. 12), realizada en Argentina, muestra imágenes didácticas que pertenecen a un pasado escolar, pero que son apropiadas, transferidas y relocalizadas en una narrativa otra, fuera de su contexto original, sobre una serie de objetos cerámicos en forma de pequeñas casas. Esta serie, a manera de paisaje escolar en tercera dimensión, muestra formas simples de casas, realizadas a partir de láminas muy delgadas de porcelana, que luego son impresas con técnicas de transferencia. Proyecto Sur conforma una obra que a través del registro de inocentes imágenes escolares, se inserta en un presente desde la nostalgia crítica. Esta serie es una ironía, una solución imaginaria a su ansia de afirmación identitaria.
Así, con recursos sencillos y tradicionales, Cardillo, Olio, Velázquez y Rodríguez han ido elaborando un lenguaje poético, lleno de misterios, ambigüedades y referencias simbólicas. En su trabajo, materia y técnica están íntimamente relacionadas. Se podría decir que estos artistas sacan de la pasividad al material y lo activan. Su proceso de producción escultórica encuentra definición gracias a que materia y técnica ocupan un lugar fundamental. Esto quiere decir, que los medios técnicos, junto con la manera como los utilizan, definen la obra dentro de un proceso integral de relaciones.
En el caso de la obra de Rodríguez, los elementos constitutivos de su escultura son la clave mediante la cual se establecen como imágenes simbólicas. El material es la condición que posibilita la lectura de la obra; la forma que el artista utiliza depende en gran medida del material del que se nutre. El material tiene cierta vocación formal, cierto destino, pasa de ser soporte a ser elemento fundamental y protagonista de la obra. Esto influye el método de trabajo, pues el artista es capaz de invertir la lógica temporal del material. Los materiales que utiliza en sus esculturas y la forma de trabajarlos, proponen asociaciones simbólicas que permiten repensar el pasado para proyectarlo al presente.
Rodríguez lleva al límite el carácter estético del material, constituyendo el núcleo y desarrollo de su obra, no sólo como material en sí mismo, sino a través de sus transformaciones visuales y táctiles. Por ejemplo, la madera tiene el atractivo de ser una materia viva. Es dura y resistente pero cálida a la vista y al tacto. Estas peculiaridades inciden en el trabajo escultórico de este autor. El resultado final esta relacionado con el método de trabajo y la herramienta que utiliza (algunas veces construidas por él). Por ello, muestra la madera virgen combinada con una monocromía que refuerza las líneas texturales de la obra. El color de sus esculturas es añadido, respetando en algunas zonas el propio color del material. El color adicional a la madera está subrayando cualidades simbólicas por encima de las reales. En sus esculturas la mayoría de los elementos son literales. El espacio existe, el material se muestra como es (casi nunca intenta disfrazarlo); su escultura se caracteriza por su naturaleza física, esencialmente táctil y de proporciones cercanas a la escala humana. Las obras de Rodríguez son primordialmente plásticas, en ellas son admirables sus colores, texturas y patrones, aunque al mismo tiempo sobresale su profundo apego a los conceptos de paisaje y memoria.
Otra cualidad que sustenta su obra es el espacio como recipiente, el espacio se extiende entre sus esculturas, las contiene, y es el requisito previo para que poder acceder a ellas. En sus montajes e instalaciones el artista busca que el público recorra el espacio entre las piezas, ya que para la apreciación de las mismas es importante la cercanía del sujeto y su concentración. En sus esculturas, el espacio no se concibe como una condición abstracta e inmutable, sino como resultado específico del proceso configurativo de la obra. Para Rodríguez: el espacio preexiste en su obra, es a priori, es la condición misma que se requiere para su percepción, ya que si su obra existe en el espacio; el espacio es condición esencial de sus esculturas. Su escultura, provista de una acentuación o afirmación de su fragilidad, ocupa el espacio y se autosustenta con el menor número de elementos y ensamblajes, hecho que responde a una de sus más notables virtudes: la síntesis, resultado de la reducción de elementos a un mínimo indispensable.
Todas estas características de las esculturas de Rodríguez aparecen desde su primera etapa de formación. Sin embargo, en la escultura Mudanza (2007) (fig. 13), el artista refleja la constante búsqueda por el tratamiento de las superficies mediante texturas, craquelados y patinas logrando un depurado lenguaje personal. Este peculiar tratamiento, característico en toda su obra, responde a su intención por evidenciar el paso del tiempo.
En este sentido, Josué Martínez señala,
Si bien el arte contemporáneo, realizado de 1960 a la fecha, ha establecido nuevas dinámicas donde el objeto físico ha perdido preponderancia, la materialidad en el arte se resiste a desaparecer. Incluso toma nuevas fuerzas que hacen que la obra, como objeto físico, goce de buena salud. Tal salud se hace patente en las esculturas de Rodríguez, las cuales no tan sólo muestran la vigencia del objeto físico como arte, sino su pertinencia y actualidad.
Para Martínez, la respuesta de Rodríguez no es un discurso estético ramplón, sino una búsqueda profunda de lo propio, un diálogo con lo que queda, lo que perdura en la memoria. La escultura Mudanza, enfrenta al espectador con aquellos espacios creados por el recuerdo y la nostalgia. Rodríguez trata de comprender el entorno mediante el diálogo con él. Los materiales que utiliza: madera y barro, son parte del entorno. El escultor responde a sus necesidades conceptuales y formales, manipulando el material, transformándolo y construyendo “casas flotantes y andantes, ciudades, espacios habitables, montañas (sólo posibles en la imaginación y el ensueño), que son recuerdo y configuración identitaria”.
La contemplación de la obra Mudanza, permite apreciar también, la persistencia de una constante en la obra de Rodríguez: el gusto por lo matérico, que confiere una sólida unidad al universo plástico de este autor. Así, esta escultura exige una cierta ambivalencia: dejarse afectar por la belleza del deterioro. Esta condición de la mirada ante el detrimento es una emoción extraña, una conciencia del hundimiento y el desgaste personal y civilizatorio. Esta imagen inquieta, conmueve o sobrecoge y de paso, enreda en la culpa de guardar respecto de ella un aprecio, un abandono o extravío, entre la distancia y la identificación.
Esta indagación acerca del tiempo, del deterioro, de la memoria, es también una indagación acerca de lo propio y lo ajeno, del tiempo del artista y de su memoria. Sin embargo, el problema central en esta obra, no radica sólo en la afirmación o en la negación de una determinada temporalidad, sino en un cuestionamiento: cambiamos, nos mudamos pero ¿Con qué rumbo, hacia qué destino? ¿En una barca petrificada, fosilizada?
La obra Mudanza, es una casa sobre una balsa transportada por ruedas, es la representación simbólica del vínculo que un individuo puede establecer con su morada, y por ende su capacidad para considerarla “su casa”, que no depende de la ubicación o implantación en un territorio, sino de la relación que establece con ella quien la habita. Esto me permite ligar la lectura de la obra Mudanza con la propuesta de Barba en relación de lugar-identidad.
La escultura Mudanza, no sólo provoca impresiones visuales sino también sentimientos. Existe pues una relación entre lo que se ve y lo que se intuye. Esto está dado por la forma propia de la escultura, el modo en que el artista la percibe y el efecto que produce en el espectador. Para Rodríguez, no sólo se ha de leer la apariencia; habrá que trascenderla para leer la relación con otros elementos, relación donde sus elementos son escogidos por la reflexión del artista y que poseen para él, un alto grado de significación. Para Rodríguez, “la evocación al deterioro es evidente, pero ello no implica que sea esto exclusivamente lo que determine la obra”.
Dentro del proceso de creación de la escultura Mudanza, la técnica del rakú juega un papel importante. Se trata de una técnica milenaria de origen oriental, donde la pieza se realiza con arcillas preparadas especialmente para resistir al choque térmico. La escultura se esmalta para ser depositada en un horno de baja temperatura; cuando la temperatura se acerca a los 1000 ºC (temperatura a la que se funden los esmaltes para rakú), se introduce dentro de un recipiente, envuelta con algún combustible orgánico (heno, hojas o serrín). El recipiente se cubre inmediatamente con una tapa que impide la entrada de oxígeno, así, la pieza, incandescente, incendia el material orgánico y los esmaltes reaccionan con el humo y el calor, modificándolos por “reducción química”. Este proceso también produce un craquelado en la superficie de los esmaltes y logra efectos como metalizaciones, iridiscencias y manchas de diversos colores. Posteriormente la escultura se introduce en agua para fijar el proceso por enfriamiento. El objeto adquiere tonalidades y texturas particulares que hacen irrepetible cada obra. De esta manera, el producto es la conjunción del decir del material, del decir del creador y del azar.
En la serie Montañas (2009-10) (fig. 14), Rodríguez evoca una suerte de paisaje inspirado en el entorno geográfico de su infancia. En estas obras, el artista continúa trabajando con materiales que dan apariencia textural, al mismo tiempo que utiliza la acuarela para crear un juego muy sutil con los efectos de transparencia. Para Roberto Rodríguez la aceptación de la validez de lo propio y lo ajeno, en una época en la que las cosas cambian y se conservan, refuerza la idea de "mixtura" no siempre previsible y armónica, que es el resultado de la mezcla de viejas y nuevas prácticas artísticas. En la serie Montaña;, material, espacio y técnica se convierten en recursos válidos para crear propuestas visuales sobre paisaje y memoria, donde coexisten elementos tomados de la tradición con otros aportados por los lenguajes del arte contemporáneo occidental. Esta idea de mixtura, también presente en las propuestas de Rimer Cardillo, Graciela Olio y Mariana Velázquez, ayuda a crear una autoconciencia donde nociones como identidad, alteridad, diferencia y singularidad se convierten en un modo de reinventar el paisaje y la memoria.
Así, las miradas de estos artistas, desde perspectivas diversas, reformulan la noción de paisaje y memoria, reconociendo el carácter múltiple de la experiencia artística en los no-centros, demostrando que en este espacio existen ideas y formas de representación que arman un lenguaje visual pleno de significados y lecturas sugerentes. De allí que la mixtura entre la tradición cultural propia con los proyectos y lenguajes contemporáneos, genere en ellos procesos mentales y emocionales diversos.
En esta constelación de procesos y situaciones, estos artistas no buscan un gran movimiento o estilo, que permita una síntesis de las variables artísticas del continente. Las obras presentadas suponen para mí, el resultado de un encuentro entre artista, memoria y paisaje, y constituyen diversos momentos de cristalización dentro de su trabajo. Paisaje y memoria permiten a Rodríguez, Cardillo, Olio y Velázquez asumir lo múltiple, presentando propuestas artísticas que exigen rituales y símbolos propios, descartando tanto la cultura internacional impuesta como el folclorismo nacionalista.
Así, sin reproches ni culpas, estos artistas están incorporando medios y lenguajes globales, pero con contenidos locales conectados con la tradición y con deseos propios; abrevan tanto de las fuentes del “arte internacional” como del pozo propio; utilizan los signos globales para nombrar significados locales y nuevos. Con características propias, empujan contenidos identitarios diversos, de tal modo que las nociones de paisaje y memoria parecen ser el resultado emergente de circunstancias variables. De esta manera, Roberto Rodríguez, Rimer Cardillo, Graciela Olio y Mariana Velázquez son fieles a su memoria, a las marcas de identidad y a las condiciones propias de su contexto, pero sin renunciar a la conciencia de que la cultura propia no es un patrón a partir del cual todos deberán medirse, sino simplemente una postura entre otras.

Paisaje y memoria: conceptos fundamentales del lenguaje escultórico de Roberto Rodríguez, Xalapa, Veracruz, 1992-2009

Paisaje y memoria: conceptos fundamentales del lenguaje escultórico de Roberto Rodríguez, Xalapa, Veracruz, 1992-2009




Roberto Rodríguez (México, 1959), inició su investigación artística sobre paisaje y memoria en 1992, cuando realizó entre otras, la escultura La cosecha (1992) (fig. 1). El artista recién egresaba de la Universidad Veracruzana, en Xalapa, Veracruz, México; pero las bases de su estilo o si se prefiere, de su poética, ya estaban allí. Esta pieza, realizada en madera tallada y ensamblada, enunciaba formas vegetales en contraste con un marco rígidamente geométrico. La cosecha posibilitó al artista nuevas formas de relacionar su obra con el espacio. A partir del ensamblaje, Rodríguez señalaba la importancia del espacio en el interior de la pieza. Delimitándolo mediante líneas solidas, introdujo al espacio en la escultura y lo transformó en un elemento más. El artista buscaba liberar a su obra del bloque cerrado y denso, orientándola hacia una creación espacial que no consiste en un conglomerado de pesadas masas constructivas, ni en la formación de cuerpos vacíos, sino en un entrelazamiento de las partes con el espacio, pues la estructura de esta pieza es el nexo entre el espacio y los materiales de construcción.

Rodríguez organizó esta obra geometrizándola, dotándola de cualidades visuales y táctiles, en una capacidad de metamorfosis entre abstracción y formas vegetales. La cosecha está trabajada a través de un sistema de producción manual, de tipo artesanal, de tal manera que permite expresar su carácter matérico, revalorando la aparente sencillez de los materiales. El artista proporcionó a esta pieza un cierto sentido ornamental, explorando las características formales y texturales de la madera, mientras también nos hablaba de la sensualidad de las formas y su aprecio por los materiales de carácter orgánico, como madera, piel, huesos y fibras.

A la par con esta preocupación por el espacio y los materiales, el artista buscaba constituir de forma simbólica una parcela; investigaba imágenes tridimensionales (esculturas) que pudieran expresar sus vivencias de la infancia relacionadas con la vida en el campo. A partir de La cosecha, Rodríguez iniciaría un periplo creativo, que constituye un viaje de ida a los orígenes y de vuelta a la contemporaneidad, en un ir y venir entre los dos polos descritos por Wilhelm Worringer: “la proyección sentimental y la abstracción”. El diálogo entre estas dos nociones, asumiría en su obra mixturas y desplazamientos formales entre la tradición cultural propia con los conceptos y lenguajes contemporáneos; mediante combinaciones plásticas que posibilitan la convivencia de lo orgánico y la abstracción.

Este gesto entre abstracción y formas orgánicas, también se encuentra en relación con la escultura Seducción (1993) (fig. 2). La forma recta de esta pieza, obedece al principio de “abstracción”, mientras los brotes que emergen de ella revelan “la voluntad orgánica” expresada por Worringer . También, se puede observar allí, una actitud tendiente a la sensualidad y a la complacencia de los sentidos, con un guiño hacia lo erótico. Esta escultura bien podría interpretarse como un objeto andrógino, en tanto que contiene formas relacionadas con lo masculino y lo femenino. Esta ambigüedad resulta de la estructura erecta de la pieza, que puede interpretarse como un elemento fálico, mientras las concavidades de las pequeñas piezas que brotan (con un cuerpo muy redondeado y un apéndice cercano a una flor), parecen representar el elemento femenino. En este diálogo de formas la escultura asume en sí misma rasgos de ambos sexos. La forma erótica participa en la aspiración del artista por representar la atracción que exhiben las plantas para ser fecundadas.

Este tanteo artístico de Rodríguez con los materiales, la forma y el espacio le permitió un primer encuentro con dos de sus receptáculos conceptuales: paisaje y memoria. Estas dos nociones consienten leer su obra en dos direcciones: como paisajes que fundan memorias y que generan obras o memorias que dan sentido a la escultura mediante el paisaje. Para mí, el paisaje se construye en la obra de Rodríguez a partir de la memoria, en la medida en que “el paisaje” no es una mera posición geográfica, sino significación construida a lo largo del tiempo. Rodríguez no busca reproducir paisajes específicos, existentes, busca más bien crear esculturas que permitan evocarlos. Después de todo, la memoria no trata de recuperar el pasado, en todo caso, se aspira a convocarlo desde el presente, desde “el lugar” que ocupa aquel que se da la tarea de invocarlo. Esto implica que cada una de sus esculturas es portadora de un significado que expresa la relación con su entorno geográfico e histórico.

Observar las esculturas La cosecha y Seducción, revivió mi interés por reflexionar sobre la relación de paisaje y memoria en la obra de Rodríguez, relacionándola con la escultura latinoamericana de las últimas dos décadas. Mientras su comprensión del arte, así como su actitud hacia la construcción de nuevos imaginarios, fuera de la gran corriente “homogeneizadora” del mainstream occidental, me hizo pensar en el problema de las particularidades artísticas regionales y la manera de cómo los artistas las enfrentan. Esto generó en mí las siguientes interrogantes:

¿Cómo y desde donde descifrar la obra de este artista? ¿Cómo relacionarla con la obra de otros artistas latinoamericanos? ¿Cómo teorizar sobre lo local en una era de discursos globalizadores? En los hechos, ¿qué papel juegan paisaje y memoria en la conformación de imaginarios dentro de la obra de Rodríguez? Y, ¿cómo estos temas se articulan en la escultura latinoamericana de las dos últimas décadas?

Este ensayo es producto de estas reflexiones. En un sentido amplio, es un esfuerzo por comprender la escultura de Rodríguez, dentro de los discursos artísticos que no atienden solamente a lo que pasa en los centros. En un sentido particular, mi intención es tejer redes discursivas o representacionales entre las imágenes escultóricas de Rodríguez con la obra de otros artistas del continente. Al describir esto, estoy particularmente interesado en investigar el papel que ha jugado paisaje y memoria, en la estructuración de los proyectos estéticos del uruguayo Rimer Cardillo (1944), la argentina Graciela Olio (1959) y la mexicana Mariana Velázquez (1955). Se trata de artistas diferentes, sin duda, pero unidos en su interés por reconocer un entorno y caracterizarlo. Para estos artistas el tema de paisaje y memoria ha sido y es una preocupación constante, situación en la que actualmente pesa no sólo la heterogeneidad de puntos de vista, sino los propios conflictos y oposiciones que esto genera.

En la medida que esta lista de artistas es limitada en función de la extensión del presente ensayo, no trato de escribir una historia de la representación de paisaje y memoria en el continente, ni compilar un inventario de motivos y obras de los artistas aquí mencionados. Mi propósito es centrarme en la obra de Rodríguez y relacionarla con estos autores, que de una u otra manera, mantienen una conexión con los no-centros y han tenido afinidad con mi propio trabajo creativo (en pintura y escultura). Los he seguido en sus obras, en sus textos y entrevistas; me han interesado por haber forjado un corpus escultórico, cuyo grado de significación no ha sido aquilatado en toda su importancia. Planteo en consideración, la variedad de imágenes que este tema ha generado en Rodríguez, y en forma oblicua, cómo los discursos estéticos de Cardillo, Olio y Velázquez enriquecen las propuestas artísticas de los no-centros.

En este sentido ¿Qué pasa con la obra contemporánea producida en provincia con respecto a la que se hace en el centro? ¿Qué pasa con la obra producida en Latinoamérica con la que puede prestigiarse en sedes como Nueva York, París, Londres y Berlín? ¿Cuál es la relación de esto con la producción, distribución y consumo de la obra de Rodríguez, Cardillo, Olio y Velázquez?

Estos artistas, al margen de su calidad o significación en un mundo que privilegia lo globalizado sobre lo regional, han tomado la decisión consciente de relacionar su obra con problemáticas locales; de esta manera, están marcando pautas con las que la vida cultural debe lidiar, ya sea para reafirmarlas o negarlas. Esto supone para mí, reconocer que la globalización, no debería implicar necesariamente la renuncia a las diferencias, sino la aceptación de esas diferencias en un espacio de reconocimiento de los “artistas otros”, donde se permita que reivindiquen su singularidad, carácter múltiple, capacidad transgresora y alteridad. Todo esto se contrapone a la idea de una globalización homogenizante, que propone que en todo el mundo se está haciendo el mismo tipo de arte, en el cual no se siente justamente la diferencia y la identidad. Por el contrario, se asiste a un modelo vago de repetición, donde no se trata de traer la presencia de lo “otro” sino más bien de la reiteración de lo mismo. Este ensayo trata de mostrar la riqueza que se encuentra en la disonancia de otras voces cuya existencia, heterogénea y compleja, matiza ricamente la uniformidad del mundo cultural centralizado.

Con estas premisas, asumo “el desde aquí” propuesto por Gerardo Mosquera; un modelo que alude de modo crítico, a cómo los artistas latinoamericanos están haciendo activamente una metacultura, en primera instancia, sin complejos, desde sus propios imaginarios y perspectivas. Para Mosquera, la diferencia se expresa a través de modos específicos de crear dentro de códigos y prácticas plurales, es decir, a través de prácticas artísticas que construyen lo global desde posiciones de diferencia, subrayando la necesidad en la arena internacional de nuevos sujetos culturales procedentes de todo el mundo, con posibilidades de legitimación y sin reducirlos a campos predeterminados (ghettos de producción, distribución y consumo).

Esta idea de Mosquera, se sustenta en la siguiente afirmación:

En general, la obra de muchos artistas hoy, más que nombrar, describir, analizar, expresar o construir lo latinoamericano, es hecha desde sus referencias personales, históricas, culturales y sociales. Lo latinoamericano deja así de ser un espacio “cerrado”, relacionado con una significación reductora de lo local, para proyectarse como un espacio desde donde se construye la cultura a secas.

“El desde aquí” de Mosquera me sirve como base para construir la idea de un estudio a partir del lugar donde se realiza la obra; esta idea de “lugar” involucra una posición personal, histórica, cultural y social; se proyecta como un espacio con identidad y por ende, relacionado con la propuesta de lugar discutida por José Juan Barba González. Para este autor, “el lugar se genera cuando se produce una relación entre uno o más individuos y una porción del espacio o en una porción del espacio”. Esta relación permite recuperar la noción de arraigo y supone una dimensión temporal. El lugar se inscribe en la duración; es memoria y por tanto configuración identitaria, el lugar así considerado, es más que un punto, un nombre o una localización: tiene significación, tiene una identidad.

Esta noción de lugar-identidad está presente en las esculturas de Rodríguez, Cardillo, Olio y Velázquez. Junto a esto viene una asimilación del entorno (lo que rodea a estos creadores casi siempre habita su trabajo), ya sea para reproducirlo, evocarlo, negarlo, analizarlo o interpretarlo. El espacio natural, social, político, estético y ético incide indudablemente en mucho de lo que estos creadores dicen en y desde su obra. Negándole o afirmándole, usándole o denostándole, el entorno está en la mirada y en el espíritu expresivo de estos artistas. Sin embargo, su obra además de ser comprensible para consumo y gusto local, da cuerpo a una visión más amplia para la comprensión de otras realidades. Su experiencia del arte, en un diálogo mutuo, enriquece la experiencia de otros artistas fuera del ámbito local, así como también sus propuestas se ven enriquecidas por la de otros artistas. En este intercambio, reconocer la diferencia se vuelve un concepto básico para afirmar una identidad.

Sin embargo, tengo que señalar aquí que para estos artistas, la identidad tiene un carácter relativo, dinámico y fluido, se trata, más de identidades que de identidad. La identidad no es para ellos una esencia inmóvil, ni el resultado de una lógica maniquea, sino los nudos vivos de crecientes ramificaciones, donde subjetividades diversas tienen fuerza y pertinencia, lo que no es casual, cuando los medios de comunicación y el internet cubren el planeta, dejando obsoletos los límites territoriales de las antiguas soberanías nacionales.

En este sentido, nuestra “identidad” o nuestra compleja condición cultural de acuerdo a Cecilia Fajardo-Hill, “está conformada por un proceso dialógico lleno de contradicciones acerca de nuestra condición colonial, neocolonial y de reinscripción histórica”. Las esculturas de Rodríguez, Cardillo, Olio y Velázquez abordan de forma compleja y sutil las implicaciones de la interrelación cultural e intelectual siempre cambiante entre los países de occidente y América Latina, más allá de las limitaciones del multiculturalismo y de la falsa relativización de lo internacional.

Dentro del arte de Rodríguez, Cardillo, Olio y Velázquez; el paisaje (este género tan imbricado en la tradición occidental), se revela de nuevo como uno de los campos de investigación más fértiles. En el caso de Rodríguez, el argumento de paisaje y memoria es un crucigrama que me permite una lectura multidireccional de sus esculturas. El autor realizó la escultura Tierra abierta (1996) (fig. 3), en Québec, Canadá, investigando sobre la flora y los materiales de la región. Rodríguez construyó Tierra abierta a partir de la memoria, pero en diálogo con “el lugar”. Para él, el paisaje es producto de la reflexión, pero también una respuesta a los sentidos; está tan ligado a sus propuestas conceptuales como a espacios exteriores o físicos. Rodríguez construyó esta obra en una colina; su intención era aprovechar no sólo la mirada de abajo hacia arriba, que permite a la pieza alcanzar una proporción monumental, sino también utilizar los vientos que otorgan movimiento a las pequeñas piezas que cuelgan. Tanto el emplazamiento de la escultura en el terreno como el efecto de movimiento, provocan en el espectador recorridos físicos y visuales, que le permiten interiorizar los conceptos de tiempo y de lugar presentes en los discursos de este artista (fig. 4).

Es conveniente para mí, explicar aquí dos ideas básicas en la obra de Rodríguez: la primera concierne al concepto de paisaje, la otra a la manera de cómo éste se “construye” en su arte. Para Rodríguez, el paisaje es un constructo, una elaboración mental a partir de “lo que ve, recuerda y siente”. El paisaje para él, no es simplemente un objeto ni un conjunto de objetos configurados por la naturaleza o transformados por la acción humana, tampoco es “la naturaleza”. El paisaje, para este artista, es el medio físico que lo rodea o sobre el cual se sitúa y que le permite una conexión, para interpretar en términos estructurales y estéticos sus creencias, conocimientos y deseos, concediendo al paisaje una posición de entidad anímica y emocional.

En esta línea es interesante unir la noción de paisaje con la de “lugar”, como lo propone la reflexión de José Juan Barba:

Aunque la idea de Paisaje es una idea desarrollada en la cultura occidental desde el mundo clásico, que ha ido mutando y cambiando a lo largo de la historia, su unión al concepto de lugar es mucho más reciente. (...) El lugar-paisaje y el hombre se funden mutuamente; el lugar participa de la identidad de quienes están en él o con él, es decir, se considera el paisaje no sólo como generador de identidad sino como receptor de la identidad que son capaces de generar los que con él se relacionan. El paisaje deja de ser un escenario contemplado por el hombre para pasar a ser un elemento en relación con él.

Para Barba, el paisaje es entendido como el lugar donde es más estrecha la relación individuo-espacio. Esto le permite definir el paisaje según la pertenencia espacial del individuo que interactúa con él. Esta relación establece una metáfora de vinculación y de arraigo con el territorio o lugar, donde, cada uno se define, y define su entorno, especialmente según su pertenencia espacial; son los individuos los que le dan identidad y existencia al lugar.

Esta propuesta de Barba, me permite plantear la visión de “lugar” identificada en las esculturas de Rodríguez, como un conjunto de relaciones que ligan paisaje, identidad y memoria. Esto a la vez, abre la puerta a consideraciones que permiten la identificación de sus esculturas desde un ámbito en el que se insertan conceptos como espacio y tiempo. De esta manera, Tierra abierta se articula como una escultura donde se integra el arte con su entorno. El artista no intenta representar el paisaje sino realizarlo: la escultura nos ofrece elementos que por un lado la asemejan a los demás objetos del lugar donde se sitúa, por otro lo complementan. Esta obra establece un dialogo múltiple (formal, estético, social) con el lugar de emplazamiento; su forma reacciona visualmente a los cambios de luz y algunas piezas se mueven por las corrientes de aire. Esto supone también, una dimensión temporal, pues el lugar concede a la escultura cierta duración y por tanto es efímera. De esta manera el artista señala otras formas de relacionar el arte con el lugar; por un lado, su escultura se basa en la representación del paisaje, por otro, el paisaje es modificado por la presencia escultórica.

Rodríguez privilegia los procesos de integración y de simbiosis de su obra con el lugar, a partir de una significación más amplia de la que se refiere estrictamente a cuestiones de soportes y materiales, incorporando la morfología del terreno a su discurso creativo, evoca formas simbólicas prehistóricas con la voluntad de establecer una asociación entre la civilización tecnológica del presente y la mágica del pasado, es decir, con su escultura el artista llama la atención sobre el pasado para la transformación del presente. De allí la apelación a lo ritual (esta palabra se utiliza de una manera amplia, como un vínculo entre el individuo, el colectivo y lo trascendental), ya que intenta llamar la atención sobre lo que significan las raíces primigenias. Para este objetivo, Rodríguez parte de una alusión metafórica a lo tribal, a aspectos míticos y rituales del paisaje. Remite de manera diversa a los aportes artísticos de los indígenas que poblaron estas tierras. En Tierra abierta, Rodríguez no sólo reflexiona sobre el lugar, sino sobre su propio pasado.

Para Rodríguez, Tierra abierta no sólo está ligada al lugar donde se sitúa, sino también a sus orígenes, cuando en su tierra natal recorría los alrededores. De acuerdo a Graciela Kartofel, algunas de sus obras se asocian a aquellas otras que se hicieron en épocas anteriores (en muchas de las esculturas de Rodríguez se pueden reconocer reminiscencias de la sencillez elemental de los monumentos del paleolítico, así como de las culturas mesoamericanas y africanas). Este parecido resulta del acercamiento consciente e intencionado a la naturaleza. Para Kartofel, el artista realiza esculturas no tradicionales en las que articula pares de opuestos como propio-heredado, pasado-presente, antiguo-moderno, artístico-artesanal. El puente entre estos opuestos lo organiza el paisaje y la memoria.

Abordar el paisaje vinculándolo con lo ritual, ha permitido a Rodríguez crear una instalación que se integre al paisaje y que va más allá de una atracción puramente estética: Tierra abierta es una imagen que conduce hacia los orígenes, como una forma de encontrar raíces que ayuden a precisar su noción de identidad. De esta manera, la antigua espiritualidad mesoamericana relacionada con la fertilidad y el paisaje, encuentra ecos más contemporáneos en este artista.

En el aspecto visual, Tierra abierta presenta formas en un conjunto fusionado, no diseminadas; todo aparece como visto a través de una sola dirección. Rodríguez organiza con cuidada atención esta pieza, de tal modo que su estructura parece ligera y frágil (como se puede observar en la fig. 4), algunas partes aparecen iluminadas y otras oscurecidas produciendo un todo organizado. Así, el uso de la línea curva y la asimetría sintetizan la búsqueda de un discurso estético integrado al paisaje. Los contornos se pierden en el horizonte y las rápidas curvas unen las formas separadas en vez de aislarlas entre sí. La escultura no se distingue del entorno, es parte de él. Aunque la fotografía es un documento que nos acerca a la obra, hay que señalar que una obra como ésta requiere la propia experiencia en el lugar: Tierra abierta posibilita un intercambio físico y emocional entre obra y espectador; sólo a través de la contemplación física, en el lugar, es posible crear una distancia, un tiempo capaz de activar la memoria individual y redefinir la mirada, reafirmando el valor de la vivencia, exigida en algunas propuestas similares como en el land art.

Integrar paisaje y memoria por la vía de la reflexión, son planteamientos que acompañan no sólo a Roberto Rodríguez, sino también a Rimer Cardillo, Graciela Olio y Mariana Velázquez. Las propuestas de estos artistas recuperan paisajes de la memoria y los convierten en lugares interiores. Cardillo, Olio, Velázquez y Rodríguez exploran memoria y paisaje problematizándolos, volviendo a pensar ciertos supuestos, reformulando códigos y usando la heterogeneidad como una estrategia recurrente. El tema de memoria y paisaje tiene importancia para ellos en la diversidad, en el reconocimiento de la diferencia y la pluralidad de sentidos de pertenencia. La escultura permite a estos artistas hablar de la memoria como un acontecimiento íntimo, pero también de desplazamientos: de indagación en lo público y lo privado, de recuperación de lo propio, de pérdida de valores, de desarraigo y de nostalgia por la naturaleza.

La transformación epistemológica de la noción de paisaje, en los discursos de Cardillo, Olio, Velázquez y Rodríguez, se presenta como una metáfora de regreso a lo primario, construida desde su propia individualidad. Estos artistas trabajan a partir de posiciones críticas y problematizadoras; desde conflictos ramificados, provisionales y ambiguos, sin una idealización romántica acerca de la historia y los valores de la región. Insisten en la mirada al paisaje y memoria a partir de la construcción de nuevos imaginarios, de la necesidad de señalar que hay tradiciones que están vivas, lo que no les impide apropiarse de algunos elementos que aporta el arte contemporáneo internacional y deshacerse de oposiciones binarias simples (centro-periferia, global-local). La forma que utilizan para hacerlo pone de manifiesto la multiculturalidad de la región. Ya que no se trata de meras nostalgias, sino de reflexionar, a partir de la distancia crítica, sobre memoria y paisaje. De allí se desprende su actitud abiertamente ecléctica para apropiarse de diversos materiales, sentidos o formas, teniendo versatilidad, para pedir prestado o reciclar referentes que proceden de las más diversas vertientes estéticas.

De esta manera, relacionar memoria y paisaje permite a estos artistas expresar conflictos multifocales. La obra de Rimer Cardillo, como en el caso de Rodríguez, está basada en la reactivación del paisaje como materia y soporte del arte. Ambas producciones consisten en un ritualismo que es a la vez real y simbólico: se apropian de prácticas rituales para fines artísticos. Rodríguez y Cardillo, indagan en la noción de paisaje como una vía de retorno a lo primario. En el caso de ambos, los procesos son importantes, los materiales, además de elementos constructivos, son agentes del proceso en que intervienen, para ambos, los materiales tienen carácter, son portadores de significados.

En el caso de Cardillo y Rodríguez, las características del acabado de sus piezas las coloca en un rango de tiempos paralelos (tanto la apariencia cronología, como las características formales de sus obras entran en contradic¬ción con su edad ). Por su método de trabajo, estos autores incorporan al material rastros de otro tiempo, su obra mezcla lo “primitivo” con una perspectiva contemporánea del arte: mixtura entre formas antiguas y contenidos actuales. En este sentido se entiende la predisposición de Cardillo y Rodríguez por ciertas prácticas artesanales, tales como el uso del papel hecho a mano, la integración de elementos orgánicos (el uso del barro, madera, piel, huesos y tierra), el manejo de los colores y la incorporación de la cerámica. La aproximación a la memoria para estos autores está ligada a sus propios imaginarios y perspectivas. Este carácter les permite incorporar a su discurso una variedad de experiencias culturales.

Cardillo desarrolla una serie de trabajos que incluyen terracotas, grabados, esculturas e instalaciones; este autor al igual que Rodríguez, apuesta por un tiempo circular y mítico, donde la renovación se da en la propuesta artística. Su obra representativa y sobre la cual ha desarrollado muchas variables es Cupí (2006) (fig. 5), que en lengua guaraní significa nido de hormiga. Los Cupí de Cardillo están recubiertos por terracotas, que son elaboradas a partir de moldes de animales muertos (armadillos, pájaros, tortugas, lagartos), que ha encontrado en la selva de América del Sur, en Venezuela y Uruguay y también en América del Norte, en el río Hudson. Recientemente ha utilizado moldes vaciados en cera y papel, lo que permite mucho más detalle. La obra de Cardillo es una metáfora amplia: trata la problemática de los indígenas en las selvas de América y también habla de la perturbación del ser humano en la ciudad, remite a una noción cíclica de la naturaleza, en la que vida y muerte están interconectadas.

Tanto Rodríguez como Cardillo han llamado la atención sobre las lecciones del pasado para el futuro, mediante la reflexión crítica. En esta línea, en relación a la obra de Cardillo, Lucy R. Lippard señala:

Al mismo tiempo, Cardillo es un artista para quien la tierra de la patria es significante. Habiendo dejado su tierra natal durante la extendida dictadura militar, su arte se concentra sobre el de las culturas indígenas para quienes el continente latinoamericano es, verdaderamente, el hogar. El Uruguay lo ronda, y durante muchos años sus obras de arte parecían altares a la patria perdida. No es raro que él haya encontrado un paralelo en las historias de estas culturas indígenas que de manera similar han sido exiliadas, a veces aún dentro de sus propias tierras. Como artista, él actúa como arqueólogo creativo, desenterrando, recuperando y recreando el aura más que los hechos materiales de un pasado que tiende a ser omitido de las narrativas nacionales actuales.

De esta manera para Lippard, Cardillo se adentra en el análisis de la dimensión social del recuerdo. Para el artista, memoria individual y memoria colectiva forman parte de un mismo fenómeno social, dado que la memoria colectiva y el recuerdo personal van siempre unidos a un contexto y, por tanto, a un marco social. Dicho marco referencial de memoria está conformado por la experiencia artística y por una cadena de pensamientos, ideas y obras, que el artista formula a propósito de dicha experiencia. Es en este sentido que memoria-historia-arte-paisaje se retroalimentan en la obra de Cardillo. Para Lippard, es la condición de exiliado que invita a Cardillo a recordar aquellas experiencias vividas por las culturas indígenas de América, que de manera similar han sido exiliadas. Cardillo utiliza el proceso de “recordar” para transformarlo en escultura.

Tanto en la obra de Cardillo, como en la de Rodríguez, la memoria en la que se fundamenta su escultura, nos remite siempre a un marco temporal y espacial, que tiene su concreción en un determinado lugar, dando al concepto de “lugar” la capacidad de generar identidad. Entendiendo “lugar” como algo que depende del tiempo y del movimiento, como lo propone José Juan Barba, en contraposición a su enraizamiento clásico con el terreno.

Así, esta elección de enfrentarse a paisaje y memoria lleva a Cardillo y Rodríguez a recurrir a técnicas diversas, poniendo en evidencia los materiales usados; los artistas adoptan elementos de las culturas indígenas del continente tanto en el ámbito formal como conceptual. De este modo para mí, se explica su interés por lo antiguo y las visiones de la tierra; se acercan también, en este sentido, al espíritu del arte povera que intentaba distanciarse del mundo tecnológico. Se puede valorar, en este razonamiento, su obsesión por lo primario y las múltiples combinaciones plásticas como el uso de tierra, cerámica, hilos, ramas y huesos.

La alusión a la memoria es para estos artistas, una alusión al ceremonial, a la consagración de espacios sagrados. En Rodríguez, obras como Urnas funerarias (2005) (fig. 6), pertenecen a esta intención. Aludiendo a lo ritual, buscan desafiar y cuestionar la idea de tiempo lineal. La edad de la obra y el tiempo de los materiales no parecen coincidir. La técnica utilizada añade a la lectura de la pieza datos de otra historia. La incorporación de la indeterminación temporal y su presentación, plantean un proceso de cambio en el que el material distorsiona nuestra apreciación, conviven entonces en él, tiempos reales y ficticios.

Esta distinción temporal alterada, en la escultura de Cardillo y Rodríguez, se inscribe en la propuesta de “tiempo y memoria cultural” que plantea María de los Ángeles Pereira: “que atiende a creaciones que potencian el empleo simbólico de los materiales en un quehacer artístico heterodoxo y renovado. Poéticas que en el orden formal reflejan una postura creativa”.

En el caso de estos artistas, la manera en la que se suele apelar, desde el arte a la “memoria cultural” es desde el presente hacia un pasado que se quiere preservar. En esta línea Pereira afirma al respecto:

…Nos referimos a aquellas poéticas que conceptualmente apelan a la necesaria salvaguarda de una memoria cultural acosada, lastimada y puesta en alto riesgo por los sucesivos procesos de ocupación, dominación y exterminio; poéticas que en el orden formal también reflejan una postura creativa heterodoxa y renovada con la particularidad, en este caso, de que sus artífices suelen instrumentar de manera consciente las potencialidades semánticas del material artístico al asumirlo como portador sígnico y como activo agente de afirmación identitaria.

En este sentido, estos artistas dentro del espacio personal en movimiento, en construcción, en proceso, están integrando a su vez múltiples y complejos tejidos geográficos y culturales. Cardillo y Rodríguez admiten en su obra medios y lenguajes globales desde sus propias reservas simbólicas; utilizan signos globales para nombrar significados locales. Pero también plantean problemáticas propias a partir de una variedad de miradas que asumen la capacidad de recuperar significados desde la memoria cultural.

Para Francisco Vidargas, “la obra de Rodríguez se apuntala como una propuesta en donde la sencillez de elementos, lo orgánico de sus formas y el sentido del espacio construyen el corpus de la obra”. Para este autor, algunos elementos de los ensamblajes de Rodríguez evocan una faceta de la herencia mesoamericana y africana. En sus esculturas, las formas del arte primigenio han sido integradas y reinterpretadas de tal modo que producen un espacio que tiene resonancias en la memoria cultural. El uso de grafismos y ornamentos con inspiración en distintas culturas primigenias se puede observar en la escultura Transición (2005) (fig. 7), en donde el motivo esgrafiado envuelve o se une con el objeto que decora, haciendo énfasis en la sencillez estructural. De acuerdo a Vidargas, Rodríguez pareciera seguir los caminos de una tradición tribal cuando incluye en sus trabajos elementos sencillos y comunes junto con objetos poco atendidos e ignorados (palitos, huesos, fibras, hilos), combinados con tela, madera, cerámica y materiales de diferentes orígenes.

La insistencia sobre la memoria en Cardillo y Rodríguez parece inscribirse en un clima de época. Actualmente, en una era caracterizada por las migraciones y la movilidad global, la memoria constituye un núcleo de reforzamiento identitario. En contraposición con los planteamientos sobre el "fin de la historia" o "la muerte del sujeto", la memoria (la exhortación a recordar y a ejercitar el saber), se ha colocado como debate central de horizontes culturales y políticos. En esta línea, Andreas Huyssen señala que en la actualidad convive la nostalgia por el pasado imbricada en una dinámica de desvanecimiento de la memoria. Esto es producto de la sensación de aceleración del tiempo, como efecto del impulso de los medios de comunicación de masas y del enorme flujo de imágenes e información recibida por Internet.

Las implicaciones artísticas del lugar-identidad, en conjunción con la revisión de la memoria como fuente para el futuro, no han sido ajenas a las propuestas artísticas de Mariana Velázquez. En esta autora, la apelación a la fuerza creativa concentrada en las reservas del pasado, se da en forma de recuerdo de una relación perdida entre hombre y naturaleza. Este manejo de paisaje y memoria, relaciona su obra con las esculturas de Cardillo y Rodríguez. Sin embargo, en el caso de Velázquez, la memoria es ante todo un impulso creador. La artista vuelve sobre sí misma internándose en sus propios hallazgos, examinando y descubriendo sus vivencias en un entorno geográfico e histórico determinado. Velázquez reconoce que la “realidad” está atravesada por el filtro de la experiencia personal, realiza su obra, no a partir de transcripciones miméticas, sino a partir de la interpretación del pasado, y de un paisaje que descubre reivindicando las peculiaridades de su entorno y de sus raíces culturales. Tanto Velázquez, como Rodríguez, han recreado en su casa y estudio grandes espacios de jardines, lo que les permite una relación estrecha con la naturaleza.

Así, Velázquez se dedica al trabajo de la cerámica al mismo tiempo que reflexiona sobre formas vegetales. Al igual que Rodríguez, vive en Xalapa, Veracruz, una región montañosa del sur de México, con una vegetación exuberante, que ha traído como consecuencia que muchos artistas locales trabajen el tema del paisaje o que lo asimilen en su obra. Velázquez y Rodríguez, crean esculturas con una tendencia a la estilización de las formas de tipo orgánico, con preferencia en las vegetales, que complementan las actitudes delicadas y frágiles de las mismas. El trabajo artístico de Velázquez, se caracteriza por el procedimiento meticuloso y la calidad técnica. Sus piezas presentan y transforman el espacio. La pieza Bosque de bambúes (2009) (fig. 8), establece lo que puede ser un nuevo camino en su obra: la relación intimista con la naturaleza a escala humana con implicaciones individuales. Podría decirse que este trabajo consiste en un equilibrio entre las formas vegetales y la abstracción.

Su pieza Ritmo Marino (2009) (fig. 9), semeja arrecifes y plantas acuáticas, a la par que semillas y cactus; es una obra que combina lo “orgánico” con lo planificado y la imaginación de la artista. Con sus instalaciones, Velázquez logra que los trabajos pequeños consigan desarrollar una monumentalidad arquitectónica; la artista llama nuestra atención sobre las cosas pequeñas de una manera que es a la vez lúdica y rigurosa. Para Velázquez, el problema del arte es en realidad un problema de percepción, de captar la realidad, y tras captarla, manifestarla y expresarla. La artista estudia las características de elasticidad y estabilidad de las plantas, y emplea la información recogida en sus construcciones. Usa frecuentemente estos elementos, que remiten a formas vegetales, para crear estructuras extremadamente refinadas, como si fueran reliquias de la memoria; Ritmo Marino y Bosque de bambúes, presentan piezas suaves y frágiles, que son cactus, espigas y bambúes que producen una fascinación que es difícil evitar; su obra es al mismo tiempo ordenada y orgánica.

Por otro lado, la obra de Graciela Olio propone otras maneras de pensar y de aproximarnos a paisaje y memoria; su creación artística consiste en una operación creativa de revisión de la noción de lugar-memoria-identidad. Su obra apela a la revisión de la “identidad” impuesta como relato, inevitablemente “selectivo”, del discurso oficial de la nación. De esta manera, Olio articula conceptualmente una visión crítica del pasado con una irónica regresión en términos étnicos, freudianos, sociales y políticos.

En esta línea, para Maurice Halbwachs “existe una memoria individual y social compartida en forma de recuerdo en el presente”. Sin embargo, esta memoria individual y social compartida, debe cumplir con la crítica y la autocrítica de aquellos episodios más incómodos de nuestro pasado. Prescindir de la revisión de nuestro pasado, especialmente de aquel que todavía gravita en el presente, nos condena ante la posibilidad de acabar repitiendo los mismos errores. De esta manera, la representación que nos ofrece Olio, como instrumento de análisis y de transmisión del conocimiento histórico, radica precisamente en la revisión de la historia o memoria oficial de la nación argentina de 1960 a 1980. Sin embargo, esta “revisión” no es objetiva, ni científica, al contrario, conforme a su visión individual, la artista al mismo tiempo que reconstruye el pasado en su obra, también lo “deforma”, pues escoge entre los recuerdos, apartando algunos, y retomando otros, de tal manera que las alteraciones muestran la fragilidad del fenómeno identitario causada por la memoria. Olio, como Velázquez y Rodríguez, propone revisar memoria y paisaje a partir de lo cual intenta construir nuevos imaginarios. Su obra desde la perspectiva individual, se convierte en una manera de conservar, actualizar y reinventar el paisaje. La memoria juega así, a ser fantasía, alterando los fragmentos que quedan de la realidad.

Durante los últimos años, Olio ha producido a través de sus esculturas y montajes, una serie de meditaciones sobre “lo local y lo global”. Su obra Proyecto Sur (2008) (fig. 10), una instalación de cincuenta y tres piezas de cerámica prefabricada, impresa con imágenes transferidas con procedimiento cerámico, realizada en Fuping, Shaanxi, China, fue marcada por la idea de realizar una obra que quedaría instalada en un “contexto internacional”. De allí que en contraste a su ubicación “internacional”, su proyecto muestre un fuerte arraigo regional. Esta instalación presenta algunos aspectos geográficos de América del Sur mediante un discurso visual que se manifiesta a través de imágenes transferidas a la cerámica, a partir de los cuadernillos de dibujos escolares Simulcop, utilizados en Argentina de 1960 a 1980.

En la segunda etapa de Proyecto Sur, continuación (2008) (fig.11), Olio, refleja su paso por una escuela, que de acuerdo a ella “lejos de incentivar las vivencias y la intuición formativa, proponía el simulacro apuntando a la pobreza ilustrativa del calco frío y ajeno”. Estos cuadernillos presentaban un todo simulado para hermosear una realidad engañosa, pero políticamente correcta. Las imágenes que Olio utiliza para esta obra son una serie de dibujos de mapas políticos, hidrográficos, climatológicos, de flora y fauna, de las principales ciudades y puertos, así como de los productos sudamericanos más importantes, que tratan de mostrar la representación ideal, pero falsa, del continente.

La tercera etapa de Proyecto Sur, serie home (2009-10) (fig. 12), realizada en Argentina, muestra imágenes didácticas que pertenecen a un pasado escolar, pero que son apropiadas, transferidas y relocalizadas en una narrativa otra, fuera de su contexto original, sobre una serie de objetos cerámicos en forma de pequeñas casas. Esta serie, a manera de paisaje escolar en tercera dimensión, muestra formas simples de casas, realizadas a partir de láminas muy delgadas de porcelana, que luego son impresas con técnicas de transferencia. Proyecto Sur conforma una obra que a través del registro de inocentes imágenes escolares, se inserta en un presente desde la nostalgia crítica. Esta serie es una ironía, una solución imaginaria a su ansia de afirmación identitaria.

Así, con recursos sencillos y tradicionales, Cardillo, Olio, Velázquez y Rodríguez han ido elaborando un lenguaje poético, lleno de misterios, ambigüedades y referencias simbólicas. En su trabajo, materia y técnica están íntimamente relacionadas. Se podría decir que estos artistas sacan de la pasividad al material y lo activan. Su proceso de producción escultórica encuentra definición gracias a que materia y técnica ocupan un lugar fundamental. Esto quiere decir, que los medios técnicos, junto con la manera como los utilizan, definen la obra dentro de un proceso integral de relaciones.

En el caso de la obra de Rodríguez, los elementos constitutivos de su escultura son la clave mediante la cual se establecen como imágenes simbólicas. El material es la condición que posibilita la lectura de la obra; la forma que el artista utiliza depende en gran medida del material del que se nutre. El material tiene cierta vocación formal, cierto destino, pasa de ser soporte a ser elemento fundamental y protagonista de la obra. Esto influye el método de trabajo, pues el artista es capaz de invertir la lógica temporal del material. Los materiales que utiliza en sus esculturas y la forma de trabajarlos, proponen asociaciones simbólicas que permiten repensar el pasado para proyectarlo al presente.

Rodríguez lleva al límite el carácter estético del material, constituyendo el núcleo y desarrollo de su obra, no sólo como material en sí mismo, sino a través de sus transformaciones visuales y táctiles. Por ejemplo, la madera tiene el atractivo de ser una materia viva. Es dura y resistente pero cálida a la vista y al tacto. Estas peculiaridades inciden en el trabajo escultórico de este autor. El resultado final esta relacionado con el método de trabajo y la herramienta que utiliza (algunas veces construidas por él). Por ello, muestra la madera virgen combinada con una monocromía que refuerza las líneas texturales de la obra. El color de sus esculturas es añadido, respetando en algunas zonas el propio color del material. El color adicional a la madera está subrayando cualidades simbólicas por encima de las reales. En sus esculturas la mayoría de los elementos son literales. El espacio existe, el material se muestra como es (casi nunca intenta disfrazarlo); su escultura se caracteriza por su naturaleza física, esencialmente táctil y de proporciones cercanas a la escala humana. Las obras de Rodríguez son primordialmente plásticas, en ellas son admirables sus colores, texturas y patrones, aunque al mismo tiempo sobresale su profundo apego a los conceptos de paisaje y memoria.

Otra cualidad que sustenta su obra es el espacio como recipiente, el espacio se extiende entre sus esculturas, las contiene, y es el requisito previo para que poder acceder a ellas. En sus montajes e instalaciones el artista busca que el público recorra el espacio entre las piezas, ya que para la apreciación de las mismas es importante la cercanía del sujeto y su concentración. En sus esculturas, el espacio no se concibe como una condición abstracta e inmutable, sino como resultado específico del proceso configurativo de la obra. Para Rodríguez: el espacio preexiste en su obra, es a priori, es la condición misma que se requiere para su percepción, ya que si su obra existe en el espacio; el espacio es condición esencial de sus esculturas. Su escultura, provista de una acentuación o afirmación de su fragilidad, ocupa el espacio y se autosustenta con el menor número de elementos y ensamblajes, hecho que responde a una de sus más notables virtudes: la síntesis, resultado de la reducción de elementos a un mínimo indispensable.

Todas estas características de las esculturas de Rodríguez aparecen desde su primera etapa de formación. Sin embargo, en la escultura Mudanza (2007) (fig. 13), el artista refleja la constante búsqueda por el tratamiento de las superficies mediante texturas, craquelados y patinas logrando un depurado lenguaje personal. Este peculiar tratamiento, característico en toda su obra, responde a su intención por evidenciar el paso del tiempo.

En este sentido, Josué Martínez señala,

Si bien el arte contemporáneo, realizado de 1960 a la fecha, ha establecido nuevas dinámicas donde el objeto físico ha perdido preponderancia, la materialidad en el arte se resiste a desaparecer. Incluso toma nuevas fuerzas que hacen que la obra, como objeto físico, goce de buena salud. Tal salud se hace patente en las esculturas de Rodríguez, las cuales no tan sólo muestran la vigencia del objeto físico como arte, sino su pertinencia y actualidad.

Para Martínez, la respuesta de Rodríguez no es un discurso estético ramplón, sino una búsqueda profunda de lo propio, un diálogo con lo que queda, lo que perdura en la memoria. La escultura Mudanza, enfrenta al espectador con aquellos espacios creados por el recuerdo y la nostalgia. Rodríguez trata de comprender el entorno mediante el diálogo con él. Los materiales que utiliza: madera y barro, son parte del entorno. El escultor responde a sus necesidades conceptuales y formales, manipulando el material, transformándolo y construyendo “casas flotantes y andantes, ciudades, espacios habitables, montañas (sólo posibles en la imaginación y el ensueño), que son recuerdo y configuración identitaria”.

La contemplación de la obra Mudanza, permite apreciar también, la persistencia de una constante en la obra de Rodríguez: el gusto por lo matérico, que confiere una sólida unidad al universo plástico de este autor. Así, esta escultura exige una cierta ambivalencia: dejarse afectar por la belleza del deterioro. Esta condición de la mirada ante el detrimento es una emoción extraña, una conciencia del hundimiento y el desgaste personal y civilizatorio. Esta imagen inquieta, conmueve o sobrecoge y de paso, enreda en la culpa de guardar respecto de ella un aprecio, un abandono o extravío, entre la distancia y la identificación.

Esta indagación acerca del tiempo, del deterioro, de la memoria, es también una indagación acerca de lo propio y lo ajeno, del tiempo del artista y de su memoria. Sin embargo, el problema central en esta obra, no radica sólo en la afirmación o en la negación de una determinada temporalidad, sino en un cuestionamiento: cambiamos, nos mudamos pero ¿Con qué rumbo, hacia qué destino? ¿En una barca petrificada, fosilizada?

La obra Mudanza, es una casa sobre una balsa transportada por ruedas, es la representación simbólica del vínculo que un individuo puede establecer con su morada, y por ende su capacidad para considerarla “su casa”, que no depende de la ubicación o implantación en un territorio, sino de la relación que establece con ella quien la habita. Esto me permite ligar la lectura de la obra Mudanza con la propuesta de Barba en relación de lugar-identidad.

La escultura Mudanza, no sólo provoca impresiones visuales sino también sentimientos. Existe pues una relación entre lo que se ve y lo que se intuye. Esto está dado por la forma propia de la escultura, el modo en que el artista la percibe y el efecto que produce en el espectador. Para Rodríguez, no sólo se ha de leer la apariencia; habrá que trascenderla para leer la relación con otros elementos, relación donde sus elementos son escogidos por la reflexión del artista y que poseen para él, un alto grado de significación. Para Rodríguez, “la evocación al deterioro es evidente, pero ello no implica que sea esto exclusivamente lo que determine la obra”.

Dentro del proceso de creación de la escultura Mudanza, la técnica del rakú juega un papel importante. Se trata de una técnica milenaria de origen oriental, donde la pieza se realiza con arcillas preparadas especialmente para resistir al choque térmico. La escultura se esmalta para ser depositada en un horno de baja temperatura; cuando la temperatura se acerca a los 1000 ºC (temperatura a la que se funden los esmaltes para rakú), se introduce dentro de un recipiente, envuelta con algún combustible orgánico (heno, hojas o serrín). El recipiente se cubre inmediatamente con una tapa que impide la entrada de oxígeno, así, la pieza, incandescente, incendia el material orgánico y los esmaltes reaccionan con el humo y el calor, modificándolos por “reducción química”. Este proceso también produce un craquelado en la superficie de los esmaltes y logra efectos como metalizaciones, iridiscencias y manchas de diversos colores. Posteriormente la escultura se introduce en agua para fijar el proceso por enfriamiento. El objeto adquiere tonalidades y texturas particulares que hacen irrepetible cada obra. De esta manera, el producto es la conjunción del decir del material, del decir del creador y del azar.

En la serie Montañas (2009-10) (fig. 14), Rodríguez evoca una suerte de paisaje inspirado en el entorno geográfico de su infancia. En estas obras, el artista continúa trabajando con materiales que dan apariencia textural, al mismo tiempo que utiliza la acuarela para crear un juego muy sutil con los efectos de transparencia. Para Roberto Rodríguez la aceptación de la validez de lo propio y lo ajeno, en una época en la que las cosas cambian y se conservan, refuerza la idea de "mixtura" no siempre previsible y armónica, que es el resultado de la mezcla de viejas y nuevas prácticas artísticas. En la serie Montaña;, material, espacio y técnica se convierten en recursos válidos para crear propuestas visuales sobre paisaje y memoria, donde coexisten elementos tomados de la tradición con otros aportados por los lenguajes del arte contemporáneo occidental. Esta idea de mixtura, también presente en las propuestas de Rimer Cardillo, Graciela Olio y Mariana Velázquez, ayuda a crear una autoconciencia donde nociones como identidad, alteridad, diferencia y singularidad se convierten en un modo de reinventar el paisaje y la memoria.

Así, las miradas de estos artistas, desde perspectivas diversas, reformulan la noción de paisaje y memoria, reconociendo el carácter múltiple de la experiencia artística en los no-centros, demostrando que en este espacio existen ideas y formas de representación que arman un lenguaje visual pleno de significados y lecturas sugerentes. De allí que la mixtura entre la tradición cultural propia con los proyectos y lenguajes contemporáneos, genere en ellos procesos mentales y emocionales diversos.

En esta constelación de procesos y situaciones, estos artistas no buscan un gran movimiento o estilo, que permita una síntesis de las variables artísticas del continente. Las obras presentadas suponen para mí, el resultado de un encuentro entre artista, memoria y paisaje, y constituyen diversos momentos de cristalización dentro de su trabajo. Paisaje y memoria permiten a Rodríguez, Cardillo, Olio y Velázquez asumir lo múltiple, presentando propuestas artísticas que exigen rituales y símbolos propios, descartando tanto la cultura internacional impuesta como el folclorismo nacionalista.

Así, sin reproches ni culpas, estos artistas están incorporando medios y lenguajes globales, pero con contenidos locales conectados con la tradición y con deseos propios; abrevan tanto de las fuentes del “arte internacional” como del pozo propio; utilizan los signos globales para nombrar significados locales y nuevos. Con características propias, empujan contenidos identitarios diversos, de tal modo que las nociones de paisaje y memoria parecen ser el resultado emergente de circunstancias variables. De esta manera, Roberto Rodríguez, Rimer Cardillo, Graciela Olio y Mariana Velázquez son fieles a su memoria, a las marcas de identidad y a las condiciones propias de su contexto, pero sin renunciar a la conciencia de que la cultura propia no es un patrón a partir del cual todos deberán medirse, sino simplemente una postura entre otras.